Yo sé en quien he
creído[*]
Niels-Erik Andreasen
Elena
White murió en 1915 a la edad de 87 años, en su residencia de “Elmshaven”, en
Deer Park, California. Se dice que las últimas palabras de esta sierva de Dios
fueron: “Yo sé en quien he creído”.
¿Cuán
bien conocemos al Dios en que creemos? Es una pregunta importante y personal.
Creo que podemos conocer a Dios, pero conocerlo no significa entenderlo.
Conocer a Dios personalmente significa sentirse seguro en su presencia y buscar
su compañía. Permíteme compartir tres verdades que he aprendido acerca de Dios
en mi experiencia.
Dios es mi Creador
En
primer lugar, conozco a Dios como mi Creador.
La
creación es un evento extraño, único y maravilloso. Aun la Biblia lo admite.
Sólo Dios puede crear. Él hizo todo el mundo por su palabra. Nosotros no
podemos imitarlo. La creación es un milagro. Se encuentra ante nuestros ojos en
la primera página de la Biblia, sin introducción alguna. En el principio Dios
creó, declara sin preámbulos. No es de extrañar que inclusive a algunos
cristianos les cueste aceptar la creación como explicación del mundo y todo lo
que está en él. Existen muchos interrogantes.
Para
intentar responder algunos de ellos, la Iglesia Adventista estableció el
Instituto de Investigaciones en Geociencia. He participado de dos de sus
estudios de campo, que fueron amenos e informativos. Se presentaron evidencias
de una catástrofe grande y terrible, el Diluvio. Pero entre conferencias, tuve
tiempo de contemplar el mundo de Dios: el mar y las estrellas. Comencé a
sentirme seguro en presencia de mi Creador y a buscar su compañía con más
asiduidad.
Consideremos
otro relato de la creación, esta vez desde la visión de un niño. En el Salmo
8:1-5 conversan dos personas: imaginemos a un padre o una madre y un niño.
Acaso era el salmista, el rey David, y uno de sus hijos, Absalón o Salomón.
Caminan sobre la terraza del palacio. Es de noche. Al mirar el cielo, el niño
pregunta: “Papá, ¿cuántas estrellas hay? Y ¿quién las puso allí? Mira, una está
cayendo”. Con ese trasfondo, el salmista escribió: “Has hecho que brote la
alabanza de labios de los pequeñitos y de los niños de pecho” (NVI). Y más
adelante: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas
que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria?”.
Fíjate en la expresión “la obra de tus dedos”. Para el salmista, la obra
creadora de Dios no es sino obra de sus dedos; simple, como un juego de niños.
Los
niños conocen a Dios instintivamente porque son curiosos y siempre miran hacia
arriba. Si tienen buenos padres, saben lo que es sentirse seguros en su
presencia. Nos enseñan, por lo tanto, a sentirnos seguros en la presencia
divina y a buscar su compañía cada día.
Puedes
creer, sin embargo, que eso es muy simplista. Ya no somos niños. ¿Cómo conocer
a nuestro Creador sin resolver primero los interrogantes acerca del mundo que
creó, acerca de los primates fósiles del África, las edades glaciales de
Escandinavia, la columna geológica y los dinosaurios, entre otros?
Reconozco
que son preguntas difíciles y, francamente, no he hallado respuestas
satisfactorias para todas ellas. Pero entonces recuerdo el Salmo 8, y pienso en
una niña que en una esquina aguarda para cruzar la calle transitada. Se toma de
la mano de su padre y se siente segura. De esa forma me relaciono con mi
Creador. Hay interrogantes y problemas. Hay misterios sin resolver. Pero cuando
nos tomamos de su mano, nos sentimos seguros.
Cuando
conocemos a Dios de esta forma, podemos confesar sin reservas: Creo en Dios
Padre, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Yo sé en quien he
creído, me siento seguro en la presencia de mi Creador y busco su compañía.
La voluntad de Dios
para mi vida
En
segundo lugar, conozco a Dios al aceptar su voluntad.
La
voluntad de Dios es buscar nuestro bien, y su voluntad se revela en su ley.
Esto parece sencillo, pero hay muchos que no conocen su voluntad. Algunos
piensan que su voluntad es estricta, opresiva, legalista y severa. Es por eso
que aun algunos cristianos no procuran conocer y obedecer su voluntad. Más bien
prefieren ignorarla para seguir sus propios caminos.
En
la breve historia de la Iglesia Adventista, observo dos fases diferentes en la
manera en que hemos enfocado la enseñanza de la voluntad y la ley divinas.
Primera
fase: En una primera etapa, y sin intención, hemos alejado a muchos miembros de
la voluntad de Dios según se revela en su ley. En 1888, Elena White se refirió
a ese énfasis legalista, cuando nos instruyó respecto de la ley y la gracia. Al
principio prestamos atención a su consejo, pero después nos olvidamos.
Combinamos
directamente la ley de Dios con el juicio venidero, lo que atemorizaba a
nuestros oyentes. Algunos de mis alumnos solían decirme: “Si en el juicio Dios
compara mis pecados con su ley, estoy perdido. No vale la pena esforzarse. Ya
no quiero oír de la ley divina”. Mi tarea era hacerlos cambiar de parecer.
Segunda
fase: Hacia fines del siglo XX, los adventistas comenzamos a enfatizar una vez
más la gracia divina y la justificación por la fe. Enseñamos, correctamente,
que en nuestra relación con Dios la gracia está antes que cualquier otra cosa, y
que una vez que aceptamos su gracia, conoceremos a Dios y su voluntad. Pero ese
descubrimiento maravilloso en realidad no restableció la ley divina como guía
de nuestras vidas. De hecho, pareciera que hablamos mucho menos de la ley de
Dios, pero por una razón diferente: no porque le tengamos miedo, sino porque la
dejamos de lado e ignoramos su valor.
Al
pensar en esto he llegado a dos conclusiones. En primer lugar, en los pasajes
que hablan del juicio, especialmente en los profetas, vemos que Dios no juzga a
su pueblo por no poder obedecer su ley sino por no permanecer fieles al pacto.
Miqueas 6:6-8 habla del fracaso de Israel y enumera a continuación las muchas
maneras en las que el pueblo de Israel podría haber sido más obediente.
“¿Deberíamos ofrecer más holocaustos, aceite y sacrificios?”, preguntó el
pueblo. “No”, respondió Dios. “Sólo les pido tres cosas (v. 8): hacer justicia,
amar misericordia y ser humildes, es decir, leales a mí”. Eso es lo que pide
Dios.
En
base a pasajes como éste, expliqué a mis alumnos que el juicio es una
importante enseñanza bíblica, pero cuando nuestros nombres aparezcan en las
cortes celestiales, Dios no nos preguntará cuán buenos hemos sido, sino cuán
leales a él hemos sido en nuestra vida. Eso es lo que más le importa a Dios. De
hecho, no son nuestros pecados lo que nos afectará ante Dios en el día del
juicio, sino nuestra rebeldía. Dios ya sabe que hemos pecado, pero tiene un
remedio para el pecado: su perdón (Miqueas 7:19). Pero ¿qué puede hacer Dios si
somos desleales o rebeldes? ¿Cómo puede perdonarnos y ayudarnos si le damos la
espalda? Precisamente de eso trata el juicio: ¿Le dimos la espalda a Dios en
desacato a su tribunal, o con confianza nos acercamos al trono en busca de su
aceptación y perdón a través de Cristo, nuestro amigo y abogado? Eso es ser
leal en el juicio.
Mi
segunda conclusión es que la ley divina está creada para mostrarnos cómo vivir
y obrar con mayor responsabilidad. La ley de Dios consta de 10 mandamientos en
dos tablas. Pensemos primero en la parte fácil, la segunda tabla, que nos
enseña a cómo relacionarnos con otros. No desees la propiedad de otros:
conténtate con lo que tienes. No mientas respecto de tu prójimo: di la verdad.
No robes lo que pertenece a otros. Respeta al cónyuge de tu amigo: no cometas
adulterio. No asesines: no debes quitar una vida que no es la tuya.
“¿Pero
cómo podemos aprender a vivir en armonía con prohibiciones tan exigentes?”, nos
preguntamos. La respuesta se encuentra en el mandamiento positivo de la segunda
tabla, que apunta a lo fundamental en toda relación: Honra a tu padre y a tu
madre. Allí comienza todo, en un hogar con un padre, una madre y niños. Si las
cosas van bien en el hogar, entonces irán bien en el vecindario, en el país y
entre las naciones. Dios es nuestro creador y, por lo tanto, nuestro Padre. Su
voluntad para nosotros no es un misterio, y tampoco produce temor.
Pero,
preguntamos: ¿Quién nos dio estos principios, y por qué deberíamos prestarles
atención? La respuesta se halla en la primera tabla, en los cuatro mandamientos
que hablan de nuestra relación con Dios. No cualquiera es el autor de estos
mandamientos. Provienen de Dios y representan su voluntad. ¿Quién es este Dios?
No es un personaje insignificante, sino el Creador de todo lo que existe. No lo
podemos ver, y no tratemos de representarlo en una imagen. Pero, ¿puedo hablar
con él? Sí, es decir, por medio de la oración y la meditación, pero sin
utilizar su nombre en vano. ¿Qué hacer entonces, para conocer a Dios y su
voluntad? Eso nos lleva al correspondiente mandamiento positivo de la primera
tabla, el cuarto, que contiene un mensaje extraordinario: El Dador de la ley,
que nos propone normas de conducta tan elevadas y pide tanto de nosotros,
comienza con un don: un día libre, tiempo sagrado sin trabajo, tiempo de
reposo. En ese día aprendemos a conocer mejor a Dios. Una vez que asimilamos el
profundo significado del cuarto mandamiento, se resuelven todos los
interrogantes previos. Lo conocemos al sentirnos seguros en su presencia y al
buscar su compañía en ese día (Isaías 58:13, 14).
Dios me ama
En
tercer lugar, conozco a Dios porque me ama.
“Porque
de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Cuando
era joven me impresionó mucho el pensar que nuestro Señor y Salvador diera su
vida para salvar a un pecador. A esto se suma el pensamiento de Pablo: Es
comprensible que alguien dé su vida por un amigo, pero Cristo dio su vida por
nosotros mientras éramos aún sus enemigos (Romanos 5:7, 8).
Necesitamos
pensar con cuidado acerca de la palabra amor, especialmente porque expresa la
tercera dimensión de nuestro conocimiento de Dios.
En
primer lugar, el amor divino no está motivado por emociones o pasiones. Su amor
es un principio. Eso es lo que necesitamos saber y, cuando lo hacemos, nos
sentimos seguros en su presencia y buscamos su compañía, es decir, amamos a
Dios de la misma manera. Algunos cristianos desarrollan una relación con Dios
basada en un amor pasional y emocional. Los jóvenes, y aun los niños, a veces
caen en la trampa de pensar que el cristianismo es meramente un asunto del
corazón. “Entrega tu corazón a Jesús”, les decimos cuando son pequeños. Pero
cuando maduren, ¿permanecerá firme y constante su amor por Dios?
Una
de las experiencias más tristes que he tenido es ver a jóvenes y no tan jóvenes
que reemplazan su amor pasional por Dios por un fuerte rechazo a todo lo
religioso y cristiano. El profeta Oseas también habla de esa experiencia
cuando, en nombre de Dios, reclama que el amor de Israel es como el rocío
matutino. Se evapora con los primeros rayos del sol (Oseas 6:4). Para
clarificar por contraste el amor divino, el profeta introdujo una palabra
especial, hesed, que es el amor basado en un principio. A menudo esta palabra
se traduce como “amor constante”, o “amor del pacto” o “amor duradero”.
Todos
nosotros tenemos algo que aprender del amor de Dios. Él nos ama por principio
pero, a diferencia de nuestro amor, su amor nunca decae. Permanece cálido y
atento, aun apasionado, pero por principio. Dios es un ser que siempre nos ama.
Es alguien cuyo amor es constante, sin tomar en cuenta las circunstancias. Es
alguien que nos ama de manera muy diferente de aun nuestras mejores imitaciones
de ese amor.
Eso
es lo que Jesús explicó en la parábola del hijo perdido que regresó a su padre,
su madre y su hermano (Lucas 15). El pintor holandés Rembrandt reflejó la
escena en un cuadro famoso que se expone en el Museo Hermitage de San
Petersburgo, Rusia. El teólogo Henri Nouwen escribió un libro acerca del cuadro
del hijo rebelde que finalmente regresa a casa. La lección de la parábola, el
cuadro y el libro es que, contra toda probabilidad, Dios el Padre amó a este
joven y lo amó con amor de madre y con amor de padre. Este punto inusual está
implicado en la parábola de Cristo donde ambos padres amaron al hijo que había
regresado. Uno lo vistió y el otro le preparó una comida casera, lo cual se
expresa explícitamente en la pintura de Rembrandt y en su interpretación por
parte de Nouwen. Rembrandt pintó las dos manos del padre en los hombros de su
hijo, de manera que una semeja la mano fuerte de un hombre y la otra se parece
a la mano delicada de una mujer. Y colocó a la mujer ligeramente en el fondo
del cuadro para indicar también su presencia. Dios ama a todos sus hijos de esa
manera. Te ama a ti y a mí sin importarle la edad, el sexo, o el trasfondo
étnico, religioso o geográfico. ¡Somos sus hijos!
En
momentos difíciles no es fácil recordar con claridad nuestro conocimiento de
Dios. Pero de todas maneras debemos fijarnos en él. En momentos de destrucción
catastrófica, a medida que este mundo llega a su fin, debemos saber con
seguridad que él es nuestro Creador y el Creador de todo el mundo. En momentos
cuando prevalece la violencia, cuando los injustos son arrogantes y los
enemigos de Dios pecan deliberadamente, debemos conocer la voluntad divina y
sus demandas éticas, porque sólo ellas pueden traer el orden a nuestra vida, a
nuestras familias y a la sociedad. Cuando el amor se transforma en odio o decae
por la ausencia y la falta de atenciones, y los que hemos abrazado se vuelven
nuestros enemigos, necesitamos conocer al Dios que ama a todos sus hijos
siempre, sin condiciones. Eso, creo yo, es lo que Elena White tenía en mente
cuando pronunció sus últimas palabras: “Yo sé en quien he creído”.
Niels-Erik Andreasen
(Ph.D., Vanderbilt University)
Rector de Andrews
University.
Este artículo está basado en un devocional presentado
durante el Concilio Anual de la Asociación General de los Adventistas del
Séptimo Día.
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